jueves, 1 de mayo de 2008

Ana.





Pronto mis problemas emocionales se vieron acompañados de un deterioro físico. Mi cuerpo empezó a reflejar lo que mi alma callaba. Tal vez porque lo único que podía controlar en la vida era la comida.
Mi única felicidad entonces era saber que llevaba 15 o 20 horas sin comer. Cuando me sentía sola y vacía me alegraba, momentáneamente, saber que a cada minuto perdía peso.
Supongo que pensaba que con cada kilo menos me iba liberando del peso que cargaba; de esa mochila que llevaba y tanto me pesaba.
No buscaba ser flaca para ser una diosa a lo Kate Moss o Angelina Jolie. No. Era simplemente por autodestrucción. Por el mal mío. Me odiaba tanto que me hacía bien lo que en realidad me mataba de a poco.
Lo primero que elimine fueron los desayunos y las meriendas. En ese momento me sentía muy bien con dos comidas, que después iba a pasar a ser una o ninguna.
Los días pasaban lentos. Llegaba del colegio cansada y sin fuerzas con la cabeza hecha una bola de pensamientos.
Me torturaban de a poco mientras mi salud física desaparecía con los días.
Sacar el desayuno me había traído muchos problemas en la escuela. A las crisis de llanto se le sumaban retorcijones de hambre, falta de concentración y sobre todo, frío, un frío intenso. El frío me debilitaba mucho. Me pasaba los recreos en el aula sin poder salir tapada con cuatro camperas mínimo, y durante las clases era imposible prestar atención, la vista se me nublaba y el hambre me desgarraba las entrañas.
Los desayunos los escondía, los tiraba al inodoro o los llevaba al colegio para que alguna de las chicas se lo comiera. Mis métodos resultaban y eso me daba satisfacción. Una satisfacción fatal, diría.
Me faltaba fuerza y además del colegio tenía educación física, inglés dos veces por semana, psicóloga y canto dos veces por semana. Mi cuerpo no me rendía. Me caía dormida en todos los lugares que podía. Era un martirio. Sentía como se me iba la vida a cada paso. Sabía exactamente como se sentía la caricia de la muerte. Sabía que despacio me iba consumiendo, me autocomía a mi misma.
La balanza empezaba a marcar menos peso que la semana anterior y así me metía más i más en las garras de ana.

Cada vez era más la exigencia y obviamente no había vuelta a atrás y cada vez comía menos. Cada kilo perdido era un sueño logrado. Veámoslo así, no pido que lo entiendan pero tal vez así es más fácil.

Tenía tips que sacaba de páginas de Internet. Tips para la destrucción. Y los leía sin miedo pensando en aplicarlos sin remordimientos sobre mi salud.
Entre los más comunes se resaltaba mi “Dieta del chicle”. Cada vez que sentía hambre recurría a los chicles sin azúcar o mirarme desnuda al espejo y darme cuenta de la grasa de más, del dolor.





INCOMPLETO

1 comentario:

lunitadedia dijo...

hola de nuevo
entiendo como te sentis, es duro y aterrador cuando caes en las garras de ana como vos decis; pero te lo digo x experiencia propia, no te dejes llevar x ella, una vez q caes no te kiere soltar, y veo q ya estas en esa situacion y x eso te digo, si aun estas en tratamiento trata de salir adelante, aunque la recuperacion nunca es total, al menos aprendes a soltar las emociones, a expresarlas, de manera que ellas no te controlen a vos, no te consuman de manera que se refleje en tu exterior todo ese padecimiento interno...
saludos